(Una meditación sobre la película “Silencio en la tierra de los sueños” de Tito Molina)
Me abres de par en par la ventana de tu tiempo. Me invitas a ser cómplice de tu sueño más profundo. Me tomas de la mano como Beatriz a Dante y me llevas hasta el cielo que nos ofrece refrescante el retorno de las oscuras golondrinas.
Confío en la sabiduría de tu cabello de hilos de plata y aprieto aún más mi mano con la tuya. Te pido con la mirada y sin pronunciar palabra que me dejes subir a tu barca onírica. Acicalas muda tu cabeza mientras espero tu respuesta. No me miras, sigues con lo tuyo: Rezas, comes, duermes, limpias; te observo y sigo esperando que te apiades de mí y me lleves contigo.
Permaneces silente. Aguardo paciente, nutrida por tus alimentos, abrigada con la lana de tu tejido, divertida con tu programa de televisión. Tu ser, tu estar, me alejan de la ansiedad perturbadora de tu mutismo.
Cuando creo que por fin voy a abordar tu canoa, se agolpan frente a mis ojos tus recuerdos románticos, tus nostalgias musicales, tus añoranzas de una voz en el teléfono. Dilatada y deliciosa es la prórroga de tu réplica. Desde el palco de enfrente atisbo que tu oso de peluche, cansado también de esperar, ha tomado asiento en la silla de tu alcoba y ha entablado un diálogo con tu ventilador y con tu Cristo. ¡Vaya elocuencia de esta trinidad! Tan decidores de la humildad de tu alma y de la grandeza de tu espíritu que hasta el trío de Panchos de la localidad se escucha tibio y lejano.
Y ya con un pie en la embarcación me veo obligada a descender de las nubes de un brinco y volver al cemento donde descubro un nuevo rival que me roba toda tu atención. Este perro callejero, hambriento y voluntarioso. ¡Tengo celos de este cuadrúpedo con machas que se ha vuelto el centro de tus afectos! Quiero ser yo quien se tumbe a tus pies para contemplar la trascendencia de tu soledad. Quiero adorar cada una de tus arrugas, quiero venerar todas tus canas. ¡Quiero ser tú cuando sea grande!
Cómo no esperar por ti toda una vida cuando eres capaz de desproveerte de todo eufemismo para acercarme, con tu sola presencia, a la belleza rotunda de las pinturas de Velásquez y de Caravaggio, a las piezas embrionarias y existencialistas de Bill Viola, a la meditación inconmensurable de la película El gran silencio. Cómo no llamarte madre, cariñito santo, a ti, mujer omnipresente; la única capaz de parafrasear a Shakespeare para ser reina de tu propio silencio y no esclava de tus palabras.
Intento ayudarte a salir de la asfixia que te provoca el bocado de comida, no me dejas; no se lo permites tan siquiera a los Padres de Manet, quienes absortos te miran, impotentes como yo, detrás del marco de la ventana. Te las arreglas sola. Sola te acuestas y sola te levantas de una cama que has tendido, oficiando un ritual en el que cada obsesivo doblez de las mantas, subraya la maestría de tus enseñanzas.
Duermes tu sueño eterno, cobijada por un toldo blanco como tus alas que, finalmente misericordiosas, me elevan contigo y me hacen sobrevolar el mar. Desde lo alto me revelas la vastedad de lo simple. Me guías hacia la eternidad mientras me susurras al oído que en el camino visitaremos a tu hijo muy amado en quien tienes tus complacencias; y anotas en la arena de la playa -porque el viaje es largo y no quieres olvidarlo- la oración que le enseñarás a rezar apenas lo encuentres:
“Al honrar a tu madre, hijo mío,
has honrado a todas las mujeres del mundo.
Bendice al ser femenino que habita en tu alma,
honra al ser masculino que vive en tu corazón;
y entonces serás libre”.
quito, 2014.